Me contaron ayer la desdicha de un taxista madrileño que no encontraba la calle Hortensias en su navegador y empezó a negar su existencia, hasta que el cliente le aclaró que se había olvidado de introducir la «hache» inicial. La anécdota me recordó un ensayo de Daniel Cassany incluido en el informe «La lectura en España».
Cuenta ahí Cassany el papel decisivo, imprescindible para sobrevivir, que representa la lectura en la vida cotidiana. Si hasta ahora considerábamos que la lectura era condición necesaria para el conocimiento, de modo que analfabetismo e ignorancia se habían vuelto sinónimos, en nuestros días no se puede hacer casi nada sin leer. Múltiples indicaciones escritas pespuntean las acciones más corrientes: un prospecto (mucha gente los lee, poca los entiende), la etiqueta de un producto, una señal viaria, las instrucciones para cumplimentar un impreso o para manejar el frigorífico. Según avanzaba Cassany, caía en la cuenta de la difícil vida de los analfabetos reales o funcionales, mucho más abundantes de lo que parece. El ensayo llegaba a la crueldad de obligarme a imaginarlos peleándose con una máquina expendedora de billetes de tren: «En algunos lugares, como el aeropuerto, las pantallas informativas y las máquinas de facturación están erradicando la oralidad. La lista de tareas sociales que se resuelven con la mediación de máquinas digitales crece día a día: comprar entradas de espectáculos, sacar libros de la biblioteca o vídeos del videoclub, cambiar divisas, llenar de gasolina el depósito del coche, obtener información turística, etcétera».
La tremenda soledad de la persona frente a la máquina se agiganta si no sabes leer o no entiendes el idioma. Como la soledad y la confusión de quienes saben leer y no leen, o leen poco o leen mal, y quedan indefensos ante la manipulación. La gripe A es solo un triste ejemplo.
Paco Sanchez
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