¿Qué sentiría Geppetto la mañana en la que Pinocho despertó a la vida? Quizás ellos lo intuyan. Probablemente sientan en sus muñecas por un instante el pulso de aquella mano que Dios tendió a Miguel Ángel. Puede que hayan llegado a ver, durante un momento, por los ojos asombrados de los Lumiére, sus lejanos tatarabuelos. Quizás.
Porque dar vida a lo inanimado es su oficio. Con un aliento de color. Sirviéndose de cualquier costilla de Adán. Estrujando el corazón y estirando la sonrisa como si amasaran plastilina. Dejándose iluminar por un flexo saltarín. Revelando la vida secreta de los viejos y los nuevos juguetes. Convirtiendo un puñado de Bichos en Los siete magníficos . Sacando los miedos del armario de la niñez con Monstruos S.?A . Enlatando el espíritu mudo de Charles Chaplin en un robot llamado Wall-e . Abriendo siempre la ventana para que entre un poco de brisa de la infancia.
Con su particular manufactura de la imaginación, en Up , su última obra, se elevan un poquito más. En un suspiro, cuando todavía centellean en los ojos las luces de la sala de cine, cuentan toda una vida. El tránsito de la primavera hacia el otoño. El frío grisáceo del invierno. Un viaje sin palabras que ahoga el crepitar de las palomitas. Una lección cinematográfica comprimida en cinco minutos y dos personajes. Un drama que sirve como trampolín hacia la aventura, rumbo a un verano soñado y luminoso.
En su enorme fábrica, los nombres propios se olvidan. Los egos son pequeñas salpicaduras. Se pierden en la sinfonía de las imágenes, en el océano de nombres de los títulos de crédito.
¿Qué sentirán las viejas glorias del celuloide al recibir un León de Oro por toda su obra en Venecia? Lo sabrán muy pronto. En septiembre. Ellos. Esos Geppettos que infunden almas en cadena. Los chicos de Pixar.
Mariluz Ferreiro
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